Cuentos de terror, por Andrea Ríos
Pasaban las ocho de la tarde cuando el Obispo la llamo a su oficina. Valeria no podía equivocarse en lo que diría, él era la máxima autoridad en la materia, sabía que este hombre frío y de gustos caros, sería el que podría decidir su ingreso oficial al Seminario. La joven tenía un aspecto enfermizo, de contextura delgada y rostro muy pálido, para la edad que tenía parecía llevar el dolor y los años del mundo sobre sus hombros. Se sentó frente al enorme escritorio del Obispo y puso al costado de su asiento su mochila.
–¡¿Está dispuesta a tomar el seminario del Pontificio Ateneo Regina Apostolorum?! –Dijo el Obispo con la mirada fija en la joven antropóloga–. Date cuenta, que serás la primera mujer de la clase, por tanto, evaluada y juzgada por todos los sacerdotes y docentes ¡¿Podrás con eso?!
La mirada fría del Cardenal parecía esperar el arrepentimiento de la joven y de paso evitarle los conflictos que esto le traería con sus colegas. En lo más profundo de su ser, no daba crédito a que esta mujer de aspecto enclenque se enfrentara a las fuerzas del mal y, más aún, sabiendo que ella misma había sido atacada por la oscuridad.
–¡Sí su eminencia, estoy dispuesta!, lo único que espero es poder pertenecer al Seminario, y si esto significa sacrificarme el doble… lo haré –contesto Valeria con una clara determinación en sus palabras–.
–Valeria, esto será excepcional, jamás había ingresado una mujer laica a la preparación para exorcistas, a lo más habían sido auxiliares de rituales. Pero hemos visto tus capacidades y aquel don que te fue entregado. Te daremos una oportunidad, contra la opinión de muchos Obispos y Cardenales y contra el propio maligno…
Mientras ambos sonreían, el Obispo felicitaba a la nueva exorcista y le regaló una pequeña biblia. Fue en ese momento, que sintieron un grito gutural espantoso, venia del pasillo principal. La respiración del Pontífice pareció detenerse por un momento, y comprendió de inmediato que la oscuridad también se había enterado de la bienvenida a la joven exorcista. Valeria tomó su mochila y se levantó de su asiento, miró al Obispo y se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Quizás para su mala suerte, este sería su primer entrenamiento con el demonio, o tal vez pretendía que desistiera del Seminario.
Mientras la joven se hacía estas preguntas, las luces parpadearon hasta aumentar su potencia al máximo reventando en mil partes, las puertas de la oficina se abrieron de par en par y, mientras el Obispo tomaba el crucifijo que colgaba de su pecho, vieron que un hombre estaba a la entrada de la oficina, ahí frente a ellos se mostraba temible y dispuesto a todo, aquel sujeto tendría unos sesenta y cinco años de edad, su cabello canoso estaba alborotado y tenía un rosario en la mano. El Obispo de inmediato le indicó que era el padre Conrado, un antiguo exorcista que jamás se recuperó, y que tristemente llevaba siete años con espíritus inmundos en su interior.
De inmediato ambos comenzaron a orar, pero eran interrumpidos por las carcajadas del hombre, las que se fueron transformando en groserías y amenazas, el poseso se comenzó a tragar aquel rosario mientras saco su pene para orinarse frente a ambos. Valeria acercándose al Obispo trató de orar con más decisión, en su interior sabía que cualquier acto de un poseso solo tenía fin maligno y no sagrado, así que no prestó atención a aquella demostración miserable y demoniaca.
Algunos Seminaristas y compañeros de la chica, llegaron ante el revuelo provocado, ninguno pudo ayudar, pues, eran arrojados violentamente fuera de la oficina hasta que las puertas se cerraron por completo. El Obispo decía que esto jamás había ocurrido, y que era algo completamente inusual. Afuera de la oficina, la situación no era mejor para Valeria, sus propios compañeros disfrutaban de su eventual caída. Se quejaban y hasta criticaban la decisión del Obispo en aceptar a una mujer en el seminario, y claramente la culpaban de lo que estaba ocurriendo con aquel ex exorcista.
Las rizas del poseso cesaron pero solo momentáneamente, puesto que, comenzó a hablar como la madre fallecida de Valeria, tratando de traspasar la culpa de su muerte a la chica que jamás quiso seguir la religión como ella. La posesa le gritaba ¡Rebelde!, ¡eres tú el mismo demonio! ¡Mala Hija!, la joven solo sacó su pequeña biblia y oró junto a su mentor.
De pronto se detuvo en la oración para esquivar los golpes que le llegaban de la enfurecida y demoniaca entidad. Valeria, oraba junto al Obispo, aunque podía escuchar los comentarios del selecto grupo de aspirante a exorcistas afuera de la oficina.
Las cosas se tornaron aún más violentas, aquel exorcista retirado tenía sobrepeso y se estaba haciendo muy difícil contenerlo. El Obispo ya era mayor y no podía hacer demasiado físicamente, solo se limitaba a advertirle a la chica que no se acercara demasiado y menos lo tocara.
Sin embargo, Valeria miró a aquel hombre con misericordia y mientras detenía uno de sus ataques, no pudo evitar sujetar con la palma de su mano la frente de aquel poseso. El Obispo grito ¡Valeria No!, y en ese instante se escuchó un estruendo espantoso, parecía que la tierra se abriría. Miles de voces demoniacas surgieron del interior del cuerpo del infeliz, se escuchaba ¡Sin culpas! ¡Sin culpas! El rostro de la joven estaba serio, como si su decisión de salvar a aquel anciano fuera mayor que su miedo. La imagen de la Virgen comenzó a sangrar, los cuadros caían al piso con estruendo, la oficina se estremecía por completo parecía que al interior había un terremoto. El poseso comenzó a golpear su cabeza contra el escritorio mientras gritaba ¡Déjenme en Paz! hasta que el dolor de sus heridas le impidió continuar, cayó al piso resbalándose en su propia sangre, mientras vomitaba un líquido fétido oscuro y espeso.
Las puertas cedieron y aquellos retrógrados seminaristas ingresaron, al ver el espectáculo al interior, quedaron pasmados. Un hedor a materia fecal los sacudió llevándolos hasta las náuseas. Vieron al Obispo tirado en una silla, con las pupilas dilatadas y su aspecto pálido daba la impresión que no tenía más energía. El retirado exorcista, yacía en el piso cubierto en su propia miseria e inmundicia, mientras agradecía con lágrimas. La joven, parecía no dimensionar lo ocurrido, mientras apretaba aquella pequeña biblia hasta hundir sus uñas en ella…
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